sábado, 12 de febrero de 2011

A tirano derrocado, todo son pulgas

Fuente: El siempre recomendable blog de Isaac Rosa

Les propongo un ejercicio de política ficción, facilito: imaginen que Hosni Mubarak muere hace dos meses. Nada extraño, con 82 años y viejos rumores sobre su salud. Estamos a principios de diciembre de 2010, una semana antes de que un tunecino se inmole y empiece la inesperada ola de protestas en el mundo árabe. De repente Mubarak fallece, en la cama.

¿Se lo imaginan? Tendría un entierro con todos los honores, y en la primera fila estarían Obama y los líderes europeos que ahora, aunque tímidamente, le han dado la espalda en sus peores horas. Estarían por supuesto los presidentes de los países que estos días viven momentos de agitación. Egipto guardaría luto varios días, y la prensa mundial despediría a Mubarak recordándolo como un aliado fiel de occidente, que contribuyó a la estabilidad regional y se comprometió con la paz en Oriente Medio, que avanzó en la modernización del país, etc.

También se mencionarían sus zonas oscuras, claro, la falta de libertad y de democracia, pero sin hacer mucha sangre, que la muerte nos hace buenos a todos, y Mubarak sería caracterizado por los grandes medios como un padre severo al que alguna vez se le escapa la mano pero siempre por el bien de sus hijos.

Sin embargo el pueblo egipcio, admirable en su resistencia, ha tumbado a Mubarak cuando estaba vivo, y de repente se ha convertido en un odioso tirano que ya no tiene amigos. Lo imagino estos días mirando una y otra vez su colección de fotos con todos esos mandatarios mundiales que hasta ayer lo tenían por un socio comercial de primera, un aliado estratégico clave, un amigo incluso, y que hoy lo consideran un obstáculo y un peligro. “Ahora me dicen dictador, precisamente en los días que menos represión he ejercido en treinta años”, dirá ante el espejo, con aire shakesperiano.

Imagino también la melancolía de los muchos tiranos que en el mundo son, y que pensarán lo mismo: si me muero hoy, vendrán todos a mi funeral. Si en cambio me echan, seré un apestado, nadie querrá acogerme, intentarán embargarme el dinero y tal vez me persiga la justicia internacional. Qué pena, ¿verdad?